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EL EFECTO REBOTE: anotaciones sobre la locura

   Conocía la pregunta ¿se puede escribir poesía después  de Auswitch? como un adorno más de la casa, es decir, como algo que, de tanto verlo, se puede pasar por alto aunque se sepa que está allí. Sin embargo después de recorrer bibliotecas públicas, librerías, lectores y lectoras me encontré en la Biblioteca Provincial de La Plata con Si esto es un hombre, de Primo Levi, gracias a una conferencia de Thomás Abraham colgada en YouTube. 

En Si esto es un hombre, Levi retrata lo que representó el campo de exterminio. Él lo padeció, lo sobrevivió y pudo contarlo en La trilogía de Auswitch. Si esto es un hombre, más allá de la obviedad, enseña que hubo niños que nacieron y murieron en los campos de concentración y debido al cosmopolitismo idiomático no aprendieron una lengua. El holocausto fue un lugar en sí mismo en el que las contiendas, por comida o permisos, se daban también entre judíos: claramente nadie quiería morir y claramente cualquier persona era capaz de delatar a otra, o ejercer buena conducta a fin salvarse de las cámaras de gas o de trabajos pesados. 

Entiendo que Primo Levi (Abraham en la conferencia incluye al libro en el género de autoayuda) dice que el salvajismo social del siglo XX no estaba exento en los campos de exterminio. Con esto Levi afirma que los campos de concentración excedían su radio. No quiero entrar en detalles, primero porque no recuerdo más que el horror que relata Primo Levi y segundo porque me desviaría del tema. Me parece fundamental pensar el holocausto como clave del siglo XX, por qué no llamarle dispositivo, ecuación, marco de poder, al menos en algunos aspectos. ¿Qué posibilita pensar el holocausto después del holocausto? ¿Hacer bulto de las cámaras de gas? ¿Desentenderse de las desigualdades sociales? ¿De lo que el hombre es capaz en la usina del poder? 

En primer lugar, la clave del holocausto delimita un espacio de horror, marca al cuerpo con pautas, ritmos, leyes, horarios: se condiciona un lugar de muerte que subjetiva seguido de degradación o muerte física. Minuto a minuto se encarga de degradar al cuerpo (entiéndase desde lesiones físicas visibles hasta psicológicas). En segundo lugar, delimita un espacio hermético que no pasa a la esfera pública, que se mantiene en la intimidad, privado, y al margen de la justicia social. Es un régimen físico, simbólico, de saberes que crea muros contra la vida pública: sucede entre paredes y se confina entre paredes. 

Repensar el holocausto en la actualidad tal vez sea una vision fatalista, derrotista, aunque repensarlo como dispositivo, clave, no. Lo que planteo no es que el holocausto en sí perdure inmaculado, puro en su estructura inicial, aunque claros ejemplo fueron los centros clandestinos de detención, sino que perdura en efecto residual. Persiste de modo difuso, actualizado, remodificado pero vigente. En el que el vínculo víctima/victimario, súbdito/superior existe en relación de poder y donde rara vez el victimario o el superior reconoce el  dolor de la víctima/súbdito. O lo reconoce bajo paradigmas de patologización, de razzia, clase, etnia que preexisten al vínculo: llamar a las personas pacientes, por ejemplo, es asignarles antes que su nombre y la historia de su nombre, los paradigmas conceptuales que la academia estudia y confecciona. Se llega a los consultorios, a las salas de esperas un escalón abajo. Los profesionales portan atributos académicos, clínicos, a veces conocimientos propios o prejuicios que arrastran de la profesión. En cambio, los pacientes, síntomas que deberán historizar, reordenar en palabras para condensarlos en dolor, un saber del dolor y, en ese saber del dolor, volverlo asintomático: es claro, el dolor necesita formularse como la estructura de un relato, con un principio, un desarrollo y un final. 

Las instituciones de encierro son un espacio residual del holocausto, ¿holocaustizadas, se puede decir?, más precisamente los neuropsiquiátricos, las cárceles, los reformatorios o, por qué no, los hospitales públicos que improvisan neuropsiquiátricos, peor todavía, por la conocida coexistencia entre locura y muerte que se traduce en pacientes con afección mental en convivencia con pacientes de afecciones tumorales. Recalco lo siguiente: el paciente es dueño de propio saber, salvo que carece de reordenación y muchas veces los contextos son dinamitas para el dolor. A veces las instituciones de encierro crean pacientes que devienen locos. La insalubridad de los espacios deteriora una crisis, un estrés, un brote, y a menudo los vuelve crónicos. Se tipifican rasgos o conductas como etiquetados frontales. La función es la misma que la del sistema carcelario, de estigmatización y pérdida de calidad de vida, ruptura de vínculos y libertad. 

¿Qué hacer, entonces? ¿Sacar a los pacientes a la calle? ¿Poner en cada institución una molotov? Tal vez sean caminos posibles. Pero, ¿A dónde irían esos pacientes? ¿En qué condiciones? ¿Quiénes velarán por ellos? Descreo de la desmanicomialización. Descreo del orgullo loco

En principio las revueltas contestatarias del siglo XXI, gran parte de las consignas que se envician en sí mismas, progresivamente se vuelven el conservadurismo del futuro: nos sucede a casi todos, nos cuesta reciclar lo nuevo, o reciclamos lo nuevo a medias, con recelo. La idea de volver líquido lo sólido es una postura contemporánea casi impulsiva. Porque en algunos casos lo sólido existe como contrapartida de lo líquido. Lo sólido sirve de referencia: un lugar al cual recurrir. Ahora, ¿Qué lugar? No un lugar cualquiera, con personas cualquiera. No un lugar estatal que se parece a guetos, donde se depositan personas como trapos viejos en un galpón. En la construcción de una casa siempre se usa el plomo, por ejemplo, nunca se levantan ladrillos a ojo. Se podrá cambiar el método del material (como sucede con el pegamento en bolsa) pero el plomo es ley. 

Los neuropsiquiátricos (u hospitales) públicos tienen el pintoresquismo del Cementerio de la Chacarita, son lúgubres, cargados de una energía nula en vitalidad. Sabemos que los especialistas en Salud Mental (psiquiatras, psicoanalistas, psicólogos, acompañantes terapéuticos) son los que participan más en los efectos de la vida anímica del paciente. Sabemos también que no son ellos precisamente quienes hacen a la vida anímica y privada del paciente, en encierro o no, y que aquellos que acompañan al paciente cargan, en última instancia, el mismo peso que una receta de psicofármacos o prolongadas sesiones de terapia. Los que conviven con los pacientes a tiempo full time son enfermeros y auxiliares, familiares, amigos y conocidos. Se puede decir que buenas dosis de psicofármacos, una terapia eficiente se desmoronan por un entorno que se desentiende y que busca desentenderse por vía del prejuicio y la falta de tiempo. Porque el prejuicio y la falta de tiempo, después de todo, son el camino fácil y las barreras más eficientes para el descompromiso. 

O sea, es imposible contención, alojamiento, acompañamiento con personas adiestradas en la medicina hegemónica del dolor físico, la impaciencia, la falta de tiempo, del Ibuprofeno, la inyección y la gasa, y otras personas que, dentro de la institución, representan la fuerza física del orden (higiene, mantenimiento) y a veces, en su océano de ignorancia, son la fuerza verbal de la brutalidad: enfermeros y auxiliares formación en Salud Mental, porque “esto es una institución que se ocupa de la apendicitis, el cáncer y la infección”. La falta de preparación ante el padecimiento mental no es gratuita. Se apareja a una sociedad plagada de tabúes (la locura, la muerte) en la que el que se psicoanaliza, por ejemplo, “por algo será” o se justifica con que “no estoy loco” y en la que el que toma psicofármacos “es un psiquiátrico”. 

La locura existe pero no es tan letal como el dolor físico. Primero la arritmia y después la angustia. Aunque la angustia desencadene la arritmia. ¿Quizás se deba a que  los problemas mentales no se ven? Lo sabemos: decir “es un psiquiátrico” es eufemismo, más o menos, de “criminal en potencia”. Una sociedad cuerdista, además, necesita de la civilización/barbarie mental. Cuando se habla de “trastornos”, “psiquiátricos”, “enfermos mentales” la sociedad civilización/barbarie mental expía sus males, como la negación de reconocerse hipocondríaca, ansiosa, apática, esclava de sí misma. Hablar de los “trastornados”, de “los psiquiátricos”  atenúa la hipocondría y los ataques de pánico. Hay un Otro peor que yo, hay un Otro al que no me voy a permitir parecerme, que bordea un límite a mi sanidad mental. Ese Otro es el límite para saber que mis condiciones mentales son mejores o superiores. O sea: hay otros más criminalmente locos, capaces de todo, y yo no me parezco a ellos, parece decirse. Estoy en los estándares del cuerdismo. Es imprescindible la higiene social. Imprescindible para una cultura de la eficiencia, la productividad y el éxito. 

¿Para qué quiere la sociedad un cuerpo que genera pérdidas, presupuestos, leyes y políticas que demandan proyectos, subsidios, construcciones y más preparación de personal? Se exige ser productivo de economía y se exige ser productivo del buen ánimo, aunque por algún lado se explosione. El mal civilización/barbarie mental se aplica como regla sociológica: no cabe duda que en la alteridad me reconozco, amo pero también odio, me diferencio. 

Sin embargo, después de convivir dos años con virus, muertos, tubos de oxígeno, dolores musculares, hiperinflación la píldora de la felicidad que cabe bien en carteras, latitas de metal y billeteras pasó a formar parte de la normalidad; mal o bien, hay un punto a favor: ya es hábito en la sociedad la ingesta de ansiolíticos y antidepresivos, ya es hábito el Clonazepam cuando el cuerpo explosiona o el insomnio depara una mala vigilia. Cada vez son más. 

Después de la pandemia la sociedad puede, con reticencias, empatizar con la locura (asegurar con liviandad “al final todos estamos locos”) a medida que “enloquece” por razones que se encauzan en individualismo, ansiedad, ambición, deuda, autoexplotación, hipotecas aseguradas por las democracias que le ceden paso al mercado y a la comodidad consumista. ¿Se puede decir que el afuera poco a poco se vuelve un manicomio? ¿O que el afuera es un manicomio en donde nadie quiere reconocerse loco? ¿Dónde nadie quiere asumir que nos encontramos al borde de un colapso mental y social? Inclusive el populismo se reconoce capitalista y suscribe a la idea del consumo a la vez que intenta paliar sus consecuencias. Lo que no es injusto, si no se pierden los estribos. Porque el consumo reactiva la economía, pero al mismo tiempo degrada a los usuarios de la economía. Quizás parezca conservador: no creo necesario cerrar manicomios (sí penalizar a los que comenten delitos contra la integridad), ni tampoco necesario el orgullo de haber perdido la cordura  (y cuando no, citar a Foucault o Deleuze) y usar un pluralismo efectista por aquellos locos pobres y analfabetos. Las instituciones, aunque nos pese, aunque a veces sean centros clandestinos, alojan, hospedan, cobijan, amparan, dan techo, resuelven la vida a personas pobres y locas. 

Insisto, ¿no es el afuera el manicomio del cuerdismo? ¿No es mejor acompañar políticas de cuidados, rehabilitación, autonomía, acompañamiento en una sociedad cada vez más desigual, narcisista, que desecha y recicla pero que recicla lo que le es útil? ¿En una economía  planificada para que la pobreza siga existiendo a la vez que la palabra “igualdad” pierde potencia y genera adeptos de la derecha?  Porque loco y pobre es estar doblemente condenado, a la miseria material y a la miseria mental. 

Un espacio, sin embargo, siempre es un lugar en donde proyectar. Un espacio donde dormir, comer e higienizarse posibilita cimentar un futuro. Un espacio sin las condiciones necesarias puede anularlo, también. Puede volver una experiencia traumática de irreversibilidad. A veces los reclamos se envician a sí mismos y se vuelven el conservadurismo del futuro. El orgullo, cualquiera que sea, de la índole que sea, pone en escena a una minoría, aunque posterga parte de esa minoría. Hay personas que no se reconocen locas y tampoco quisieran el trato de locos. Tal vez se reconocen pobres y pobres por locos, y locos por pobres: hay algo ahí que les hace mella, saben del pastillero, saben de las consultas, pero no cuentan con los recursos económicos ni emocionales para frenar una cotidianidad aplastante. Esos pobres y locos quieren una vida digna. Una vida como la del resto de la sociedad. A veces la locura se lo impide, y se lo impide el entorno que lo codifica como loco, y quedan por ende aislados y al desamparo. Quedan entre las paredes de sus casas que se vuelven una réplica de las paredes del manicomio. 

Entonces ¿se puede escribir poesía después  de Auswitch? Se puede. Siempre que las preocupaciones no sean puristas, estéticas y de autoreconocimiento. Siempre que en los versos haya reconocimiento por aquellos que no los escriben. Por aquellos que padecen dolor, el propio, el que es ejercido desde las instituciones y la sociedad, y que si escribieran versos, estarían a la altura de Dante. O más. 

Bernabé De Vinsenci

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