En esta nota el escritor Bernabé De Vinsenci analiza críticamente los riesgos de la obediencia al sentido común en las nuevas democracias corporativas que se proponen eliminar los estados nacionales.
La idea de democracia parece que se licua de poco. Los sostenes se degradaron y además hay un adicional de servicios de control pos-pandémicos. Ya no son las cárceles, las escuelas, los hospicios. De ahora en más da la sensación de que gobiernan las corporaciones, por y dentro de nuestras casas, y duermen y comen en nuestras camas y en nuestras mesas. En el hiperestímulo del celular, en la farándula televisiva (que cooptó a la política) y en la estrategia de asesores y community de alcance masivo, fueron suficientes para, después del encierro, vivir un nuevo tecno-colonialismo. No ya de guerra o de represión, sino un tecno-colonialismo letal y silencioso de las subjetividades, en el que el panóptico necesidad-consumo, goce-objeto se trasladó a la Play Store. Donde nuestras mentes se proyectan en perfiles, en likear, megustear o comentar, o en educarnos con couchings que resuelven emociones y economía. La democracia se licua en el consumo de un universo impalpable, visual y táctil, atronador para las emociones. Se regula el cuerpo desde el goce, desde el deseo, desde el impulso. El látigo de la esclavitud, parece, se volvió invisible, y la esclavitud de física pasó a psicológica: lo que antes era evidente ahora aparece oculto pero más eficiente.
La democracia se licua, entonces, en la medida en que el capitalismo licua las subjetividades al servicio de una subjetividad-espectacularizada. Se construye ciudadanía desde likes, desde los streamings, desde los reels, sin que tengamos que salir de nuestras casas. Los procesos cívicos suceden a través de algoritmos, de enunciaciones en redes en vez de protestas en las calles, o en generar espacios y vínculos de confrontación, de disfrute o de pensamiento. La idea de “contienda”, “batalla” que es un contrapunto de la idea de guerra (no en su estandarte de arrastrar muertos, ver mutilados, rivalizar por recursos) pasó a formar parte de la incorrección: se prefiere ceder, o caer en fórmulas, a contra-argumentar. Discutir ideas en donde los tonos de voz requieren, además de matices, un grado de prepotencia y contra-argumentos, parece anticuado e inclusive peligroso, cuando no una riña de puteadas y golpes bajos, al modo de las pasiones del fútbol. La mesura, por un lado, y la violencia desmedida, por el otro, son una buena postura de mantenerse inmune a ideas propias, es decir, de no singularizar una postura más que en la suscripción o el desacuerdo, en la horizontalidad o en el liderazgo, en el lenguaje correcto o en el lenguaje vil.
Hay, parece, miedo en caer en la violencia, o quedar como violento. No aparecen voces propias ni ideas exponentes de ideologías. O se cede, o se elige la violencia: se cede a que nos violenten, o se elige la violencia para violentar a otros. La corrección de hoy es la reconciliación, los buenos modales, la tolerancia y apelar a los medios burocráticos, o mudarse a la brutal violencia llana, maniquea, en la que el ataque o las ideas no tienen derecho a réplica. O cuando no, apelar a la espectacularidad de internet: la virtualidad aparece como descarga, en la pulsión de un botón, y en lo real, como contracara, queda el desgano y la abulia. Se sobrevaloran más las fotos de multitudes, por ejemplo, que las voces y singularidades de las multitudes.
Lo que vino a decirnos la pandemia, como punto de inflexión, es más o menos replegar el cuerpo, invisibilizarlo, sacarlo del acting de las barricadas. Asumir, por ejemplo, posturas performáticas en las redes, de propaganda, vender un producto y un modelo de subjetividad, de política, de liderazgo, de cómo generar ingresos o estatus. Hablar en favor de las universidades públicas, por ejemplo, en entrevistas o en redes por parte de la dirigencia, y no dar quórum para debatir financiamientos. Lo que asombra, en medio del caos, es cómo los que defienden la idea de Estado, hoy conforman las brigadas del neoliberalismo, tal vez por cierto estancamiento, con concesiones y diplomacias, sin atreverse a darle hervor a la leche, y los que defendían el neoliberalismo, parecen respaldar y alzarse como retaguardias de la ultraderecha y se asumen al mismo tiempo (obvio, aunque no lo expresen) como “gente de bien”. Que la gente de bien, o sea, es aquella que paga impuestos, compra auto de alta gama, explota a terceros, pero jamás usa de intermediario al Estado como provecho, aunque se vean beneficiados y el Estado les sirva. No es necesario suscribir a la ideología de la ultraderecha para reconocerse “gente de bien”. Con ejercer el reconocimiento basta.
Ausencia de cuerpo, reconciliación, compostura y la creencia en la diplomacia, o la violencia exacerbada, hicieron que el capitalismo se actualice en la medida que pide mesura, para unos, y la violencia como aceptación y medio, para otros. Reconciliación, compostura y diplomacia para los que creen en el bien común, y violencia exacerbada para los que creen en el individualismo. Una aceptación y medio, por un lado de la violencia, está claro, por otro de la diplomacia que se instala imperceptible. Después de la pandemia los claque del “vamos rumbo al comunismo” no tienen nada que objetar, puesto que el capitalismo ascendió al menos entre cinco y diez escalones (y lo que querían, sin duda, era no parecerse al resto de la sociedad); y además, el encierro se llevó puesto a los que creen en el Estado y el bien común, y legitimó la anomia económica, social, simbólica y educacional en el poder.
La pandemia vino a darle fin a la democracia (se elige, sí, pero se eligen las afecciones de sometimiento y sumisión en detrimento de las garantías de derechos y beneficios) y a regir, también, nuevas formas de seducir a la sociedad, no ya desde el acting del cuerpo, sino desde la propagandística y la logística del ánimo, la libido, la inacción y el confort, y por supuesto, del trabajo silencioso donde no defender lo que nos beneficia (alejarnos de lo estatal, lo público) se impone como norma. Parece que el sentido de autosuficiencia (“Todo lo que tengo, lo hice laburando”) se conecta con el narcisismo potente. Por lo pronto, si una persona es autosuficiente, ¿para qué un Otro? ¿Para qué los Otros? ¿Para qué el Estado? “Detrás de todo derecho hay un negocio”, “Los derechos tienen un costo”.
El derecho como déficit, el derecho como perdida de la individualidad como propiedad privada. No es casual, tampoco, la aparición de la Inteligencia Artificial, la flexibilización laboral, el teletrabajo. No es casual que el anarcocapitalismo consolidó las elecciones con una generación educada y politizada en el populismo y que de la mano de educadores y políticos se replanteó los noventa, que los sufrió y que les costó, incluso, el descenso social.
El Estado parece ir rumbo al ápice de la globalización, a su liquidez total, y con la globalización a los límites difusos: gobiernos al comando de grupos corporativos, Estados fantasmas, que existen, sí, para darle legitimidad al régimen democrático pero que en realidad, se sabe, ya se valida como democracia sino un régimen sufragista de corporaciones: votar a costa de que el Estado desaparezca gracias a la inteligenzzia de las multinacionales.
Nuestros deseos, mediados por la subjetividad espectacularizada, omnipotente, narcisista, van a demandar que excluyamos la idea del Estado. Que el hábito de un mundo sin Estado sea posible y deseoso, es decir, el narcisismo y la omnipotencia anclan bien con la idea de “libertad irrestricta”, de “yo puedo solo”, como lema del mundo global y de que el “Estado viene a saquear nuestros bolsillos y reducir nuestras libertades”.
Las calles, tarde o temprano, no van a necesitar de nuestros cuerpos. Si la virtualidad, por ejemplo, permite compartir emociones políticas (opiniones, carteles, pancartas), ¿qué sentido tiene esmerarse en hacer una singularización de las emociones políticas? Lo que viene, parece, es que nuestra capacidad de repensarnos sean sustituidas por inteligencias artificiales, por una bitácora de eslóganes que nos instalan un lenguaje estandarizado y en el que las convicciones, de ideologías a ideas, se vayan diluyendo a opiniones. Para los más viejos es impensable, para los nacidos en los noventas y en el populismo, un hecho concreto. La tarea fácil seduce, conforma, ofrece algo liviano y digerible a lo que requiere esfuerzo de reflexión.
En nuestro país, el circulo vicioso de extraer ideas extranjeras del siglo XIX, culmina con una generación inculta, frívola (del dandy decimonónico, con frac y guantes, al dandy selfiado en Miami con anteojos Ray Ban) que vuelve a poner el ojo y el gusto en Europa y en los Estados Unidos. Y que cree que, cuanto más se instala en el extranjero, más se expurga de su condición latinoamericanista.
Las emociones ya tienen packaging y desmerecen el fervor del debate. Sin debate hay acriticidad, y la acriticidad, genera sentido común, unilateral y maniqueo. Blanco o negro. Liberal o de ultraderecha. En el que se dan por hecho, sin que medien claroscuros, debates sin debates. Por otro lado, aparece la nueva perfomance política: la actitud de rabia, mesiánica que ponen en juego un nuevo escenario. El escenario que ofrece la teatralización de discursos sin materialidad en la realidad, pero que dan credibilidad y verosimilitud. O en el que no hay conexión entre opinión pública y proyectos de leyes, por ejemplo.
La idea delirante de que un mesías, por otro lado, nos va a salvar de la calamidad, funciona. Funciona porque persiste el catolicismo, la sociedad del credo y la verticalidad patriarcal, funciona porque dos mil años después creemos que hay que sacrificarse para alcanzar el paraíso. Porque la enseñanza de las clases altas, de sacrificarnos aunque sea solo para comer y volver al trabajo, funciona y se sigue reproduciendo.
Cooptar la espacialidad (una plaza, un plenario) en el que se debaten ideas, decanta en un proceso en el que la “mesura”, la “reconciliación” o la “extrema violencia”, como dos únicas vías, son los nuevos postres de la clase política. Lo opuesto a lo “rebelde”, “anárquico” es la mesura. El ademán de mantenerse al margen se inscribe en una dirigencia devenida neoliberal que dinamita, atomiza y borronea la idea de populismo, de lucha, de armar un nuevo proyecto que unifique. Que dé unión. Parte de la clase dirigente, por ejemplo, que integra el populismo propone “integrar a los sectores populares”. Furcio que deja claro que estamos a años luz de que los trabajadores sientan pertenencia a partidos que defiendan sus intereses.
La dirigencia arrastra taras de clase (simbólica, culta, estadista, de consumo) que dejan off-side a los trabajadores. Se prefiere la nostalgia del pasado a la conquista pedagógica y política, eficaz, que apele a lo álgido de la necesidad y el reconocimiento, y la importancia de que el otro (y todos) es importante. Se degusta distinto. Se frecuentan ámbitos distintos, por lo tanto lo popular, para algunos dirigentes, se parece a la barbarie que hay que gestionar, o por los menos, a “algo que tengo que darle beneficios, pero no vincularlo a mi vida íntima”. La idea de populismo es insostenible, entonces, no porque no aloje como utopía, alguna vez sucedió, se vivió y hubo un tiempo fructífero de derecho e igualdad de oportunidades. Es insostenible porque la democracia globalizada generó estilos de vida de una dirigencia cada vez más ajena a los trabajadores y trabajadores cada vez más ajenos a la política. Además el populismo cayó en su propio relato: mitificación de ciertas figuras que terminó en un maniqueísmo en el que los trabajadores no quieren oír ni ser parte y en el que la clase alta bulle y contagia de odio, de arriba hacia abajo.
El populismo se metalizó en lo siguiente: se blindó, perdió fe en la militancia (hoy se milita desde cargos, desde puestos de trabajo, no en la pérdida del tiempo de ocio) y en imposibilidad de desarticular discursos hegemónicos. Hay militancia en tanto hay crédito, ya no simbólico, sino económico. La satisfacción de la igualdad, de la convicción simbólica no entra en la militancia, en tanto que se vive una militancia burocratizada, mercantilizada y verticalista. Porque el mundo es, además, una mercancía donde todo se rige desde el rédito y lo utilitario. Ante esto, la ultraderecha hiper-globalizada asumió estrategias en clave a una época virtual: un hito histórico con la pandemia y la aparición de la tecnología desmesurada.
Para la ultraderecha el camino es bastante fácil: marketing y apelación directa al sentido común, al golpe bajo, a instaurar discursos de rockstars, de discordia de Navidad, es decir, de ideas incuestionables que se anclan (además, de los medios de comunicación) en el motor del odio y de “romper todo y empezar de nuevo”. Lo que se rompe, sin embargo, es la democracia, lo que se empieza es, sin embargo, gobiernos corporativos. Si el populismo para no extinguirse necesita del Estado, la ultraderecha ya encontró las lógicas de apoyo de las corporaciones y de un sentido común que no retrocede.
Se podría empezar a hablar de una nueva conquista, de un nuevo exterminio (claro, subjetivo, que se traslada de la mente al cuerpo y del cuerpo a las acción), de una nueva regularización de subjetividades. De ahora en más los algoritmos y las corporaciones, la performance política y la disrupción, sentarán la base de que no es necesario vivir con Estado. Sino bajo la “libertad irrestricta”. La idea de un perfil yoico, de selfies, de bloquear, comentar, entrar o salir, de una subjetividad creada desde las corporaciones, se parece mucho a la idea de autosuficiencia y de que por delante, sin Estado y sin democracia, habrá posibilidad de ejercer una libertad extrema de bloquear, comentar, abrir y cerrar sesión. Cerrar para siempre la sesión del Estado que molesta. Molesta y atenta contra el principio de individualidad, de propiedad y homogeneidad.
La idea de un mundo sin Estado es una idea que pueden sostener solamente los millonarios. Pero que la sociedad hambreada y sin poder adquisitivo también piensa porque arrastran el poder simbólico de ellos, aunque lo único que detentan, además de la cosificación simbólica, es el hambre y el saqueo al bolsillo.
“Locura en Argentina” publica a un grupo muy diverso de escritores y escritoras. Estas publicaciones buscan promover en los comentarios un foro público para el debate de ideas sobre las artes, la cultura loca, la salud y la diversidad mental. Las opiniones expresadas en las publicaciones no son las de “Locura en Argentina”, sino las de sus autores. Entonces, ¡bienvenido el debate!
Bernabé De Vinsenci es escritor y poeta. Nació en Saladillo, Buenos Aires en 1993. Vivió en La Plata y Rosario. Publicó en narrativa “La era de la eyaculación desmedida”, “Velando por los esquizofrénicos”, “Ciégate para siempre” e “Hígado”. En poesía “La trama de los padecientes” entre otras publicaciones.
Muy buen análisis para pensar en el contexto desde nuevas preguntas
En mi opinión en el fondo hay un problema estético. Milei es un personaje del grotesco criollo, en la realidad convencional. Es, como en el teatro de Discépolo el rostro que se confundió con su mascara y debe en el gran finalle, enfrentar su patética situación.