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Argentina

“El cuadernillo de notas”

En este cuento el escritor Guido Schiappacasse nos cuenta una historia de un pueblo en la Patagonia sobre la vocación, la experimentación y la histeria colectiva en tono de distopía social.

El cuadernillo de notas

—María Carlota, ¡tú no tienes idea cuánto le pedí a mi hijo que se especializara en algo rentable, por ejemplo, cirugía plástica! —expresose así una dama ya entrada en años, que pese a la situación confortable que su marido le brindaba, envejecía rápidamente por las preocupaciones que su hijo le regalaba. Además, las pomadas y cremas que a kilos se echaba en su faz no podían rellenar las arrugas, que año tras año, se tatuaban en su rostro.

—Pero Eugenia, Juan Alberto es médico, esa es una muy buena profesión, generalmente da dinero y un buen pasar —respondió su interlocutora, una señora de buena crianza y fortuna al igual que su amiga.

—Sí, pero este torpe de mi retoño siguió el camino del científico loco, con su profesión no hizo nada mejor que estudiar un doctorado en Biología con mención en la Neurología de la felicidad. Ahora da algunas clases con boletas de honorario en la universidad de Buenos Aires, poco le pagan por su trabajo y ni contrato le hacen. Y para colmo de males ya tiene treinta años y vive conmigo y con su padre, ni dinero tiene para alquilar un apartamento, ni menos para invitar a alguna moza a una tanguería, si temo que hasta solterón se quede por falta de recursos económicos. —Eugenia hizo una pausa en medio de la pesadumbre que le provocaba hablar de las desventuras laborales y de haberes de su hijo. 

Un instante después, siguió con su catarsis aprovechándose del copuchento oído de su compañera, siempre dispuesta a enterarse del último chisme.

—Desde su más tierna edad mi hijo se inclinó por la ciencia. ¿Cómo no se da cuenta de que hay que estar un poco desquiciado para seguir de adulto las pasiones propias de la inmadurez de la infancia? ¡Será posible que no se percate de que el mundo es cruel y mezquino con todo soñador que se atreva a seguir sus ilusiones! —Con preocupación la voz de Eugenia se quiso resquebrajar. Luego mirose en su espejito de bolsillo—. ¿Crees que debo visitar al esteticista, a lo mejor necesito bótox?

—Estas regia, tu rostro es lozano, te envidio, yo sí tengo arrugas como si fuesen «patas de gallo». —Mintió Carlota con desenfado para que su amiga, mucho más vieja que ella, se sintiese bien—. Volviendo al tema inicial, tengo entendido que, dada la última encuesta nacional, el gobierno mandó a tu hijo a descubrir la causa de que la población de un villorrio de la Patagonia haya resultado la cuidad con mayor grado de infelicidad de toda la Argentina.

—Sin duda lo eligieron a él, en todo el país nadie se ha especializado en algo tan exotérico como mi hijo; espero que nuestro presidente, mi general Videla, lo recompense con abundante guita cuando termine su investigación en terreno. —Suspiró esta madre en medio de su desvelo—. A lo mejor cambia la suerte de mi hijo y su billetera se repleta de éxito.

—¡Dios te oiga!, querida amiga. 

Así es como mi madre y su compinche, dos damas de lo más distinguidas, se referían a mí en sus conversaciones de té y pastelillos. Pero mientras ellas seguían con su cháchara, a través de la ventana de mi avión pude observar que, tras cruzar las sierras vestidas de blanco reluciente, allá abajo me saludaba un pueblito de lo más pintoresco, casi de ensueño, bañado por un estrecho de Magallanes, calmo, frío y silencioso. 

Por fin aterricé en el aeropuerto, mientras me preguntaba cómo pudieron salir tan mal en la encuesta los habitantes de tan bello villorrio, casi mágico. Mucho no pude seguir con mis divagaciones, los empleados del alcalde, en la loza del aeropuerto, me esperaban en un lujoso automóvil para trasladarme a la casa municipal en que por ahora viviría, a las afueras de la villa. Todo estaba tal como lo solicité, con un moderno laboratorio lindando con mi nuevo hogar, con los químicos, reactivos e instrumentales de investigación necesarios para mi proyecto; averiguar los porqués de que estas personas sean tan desdichadas y probar si podía curarlos con una droga experimental que ya había elaborado. Así, tras instalarme, no perdí el tiempo y me puse «manos a la obra». 

Descubriría que le pasaba a esta gente, así que visitaría a los vecinos con la intención de entrevistarlos y arrancarles hasta el más mínimo detalle referentes a sus vidas, para eso me presentaría como un turista conversador y metiche, como son muchos de los que aterrizan en estas tierras. Pero lo primero es lo primero, habría que hacerle honor a las buenas costumbres como dice mi pobre madre, a la que mucho hacía sufrir con mi locura que me conducía por el camino de mi pasión infantil, tal como ella me recalcaba en sus constantes regaños. Así, sin más demora mis pasos me condujeron a la municipalidad con ánimos de saludar a la autoridad.

—Lo estaba esperando, ¿quiere una taza de café?, afuera hace un frío antártico. Mi general ya mi instruyó, usted debe ayudarnos, este pueblo debe curarse de este loco manto de infelicidad que los cubre, sino esto me perjudicará en mi carrera militar y usted pagará las consecuencias. Usted sabe que mi general Videla tiene muy poca paciencia y los resultados de esta encuesta son una muy mala publicidad para su régimen —con un rostro frío como la Patagonia se expresó el coronel, que ahora tenía que dárselas de alcalde por deseos del presidente Videla.

—He revisado el interrogatorio, sí, está bien hecho y sus conclusiones son válidas, este lugar tiene la población con el mayor grado de desdicha de todo el país. Y no es la causa el clima inhóspito, porque en otras ciudades de la Patagonia, los resultados fueron mucho mejores. Tampoco es un químico en el agua, en el aire o en los alimentos la causa de este pesar, eso ya lo descartaron los científicos del gobierno —respondí con la seguridad propia del que estudia en profundidad un enigma—. Disculpe mi intromisión, veo que en el escaparate tiene un violín. Me parece que es un Stradivarius. Son muy escasos, ¿no es así?

—Sí, es un violín de dicha marca. No debería decirle esto, pero de niño disfrutaba tocando este instrumento y me hubiese encantado ser concertista, pero bueno, ¡soy militar como lo fue mi padre y mi abuelo! ¡Y usted debe encontrar una solución a este embrollo! —Los ojos del coronel se pusieron como los glaciares siendo que hace un momento se habían iluminado al recordar su sueño de la infancia—. Dispénseme esta debilidad por la música. Ahora vaya a trabajar, mi general espera resultados positivos a la brevedad.

Más tarde, fui a un barcito. Ahí la dueña del local atendía las mesas con un rostro de aburrimiento y hastío que reflejaba no más que depresión. Vi que cojeaba pese a que con su larga falda intentaba disimularlo. En ese momento no le di importancia a aquello, pero de todas formas lo registré en mi libro de apuntes, un científico debe ser siempre meticuloso en su investigación.

Al ocaso navegué en un barquito de turistas por el cabo de Hornos. Haciéndome el visitante dicharachero y simpaticón logré conversar con el capitán del buque. Su ceño estaba alicaído y resoplaba por la nariz con aires de depresión y desánimo. Me hizo gracia sus anteojos «poto de botella» a través de los cuales se esforzaba en mirar, empañándosele los cristales a cada rato, pese a que los limpiaba con el ahínco de su viejo pañuelo de bolsillo.

Tras este ajetreado día regresé sin poder vislumbrar la causa de la depresión mental que como epidemia afectaba al pueblo. Y todo lo registré en mi diario de notas, con papel y lápiz, a la antigua, como le gustaba a mi madre. Un ánimo cálido y dichoso embargó mi corazón tras mi primer día de investigación.

En los días siguientes, que luego se hicieron meses, junto con los ayudantes que estaban a mis órdenes por designio del coronel que ahora era alcalde, le dimos los últimos retoques al fármaco previamente elaborado por mí; y he de contarles que, pese al frío del extremo sur, esta calidez alojada en el interior de mis vísceras no me abandonaba y fluía por mis venas en dicha contenida. 

Luego, este químico se lo aplicamos por vía endovenosa a las ratas de investigación. Se trataba de un análogo del aminoácido triptófano. Según los apuntes de mi libreta, esta droga en las neuronas encefálicas se transformaría en serotonina, neurotransmisor indispensable para producir la emoción de la dicha. Según mi hipótesis registrada en mi cuaderno, este químico en estudio era más efectivo que los antidepresivos conocidos y usados habitualmente, los cuales los investigadores gubernamentales ya se los habían dado a los habitantes del pueblo sin obtener ningún avance, porque los pobladores seguían igual de deprimidos con sus vidas a cuestas.

¡Eureka!, en los subsiguientes amaneceres los roedores se comportaron en forma más amigable pese al estrés del encierro, jugueteaban, comían con ánimo, se lamían con placer los unos a los otros y parecían felices. Todo esto lo registré en mi libretita de notas, me gustaba en esto hacerle caso a mi madre que era muy tradicional y odiaba todo lo que tuviese que ver con los ordenadores. Quizá así me sentía menos culpable por no haberle dado en el gusto especializándome en cirugía plástica.

Pero sucedió que el coronel, al enterarse de los progresos acaecidos, le informó al general y estos dieron la orden de administrar el fármaco a la población sin más demora. De poco y nada me sirvió el tratar de explicar que faltaban todavía muchas más pruebas en animales antes de inyectar la droga a los humanos, seguramente estos dos mentecatos le hicieron más caso a alguno de mis colaboradores, tan torpes como leales al régimen.

El fin de semana siguiente, mientras revisaba mis apuntes, me horroricé ante lo que vieron mis ojos. Las enjauladas ratas se comportaban en forma agresiva, se mordisqueaban las unas a las otras hasta hacerse sangrar y más de alguna empezó locamente a estrellar su cuerpo contra los barrotes de las jaulas, hasta hacerse añico la cabeza.

Estaba sin mis ayudantes, era día de asueto. Tomé la camioneta que me dio la municipalidad y di una vuelta por el pueblo temiendo lo peor. ¡Dios mío!, en una esquina un hombre estaba golpeando con un garrote a una muchacha; y sin más los sesos de la pobre agredida se esparcieron por el helado pavimiento. 

Más allá, en el bar, no sé cómo se encaramó al techo la dueña coja del local, la cual quiso ser bailarina, sin embargo, según ella misma me narró, se fracturó de niña un tobillo en la clase de ballet, por eso tuvo que abandonar su pasión. Pero lo que ahora importa es que se arrojó sin motivo aparente al vacío y su cuerpo se despaturró en la escarchada calzada. 

Y en el muelle aledaño fui testigo de que el barco de diversión y viajes se estrellaba contra el embarcadero en un rechinar de fierros y maderas y explosión de espuma de mar. Seguramente el capitán púsose desquiciado como todos los demás. Recordé que este pobre infeliz quiso de joven ingresar a la armada, pero su torpe visión no le permitió vestir el uniforme, por eso ahora navegaba un barco de juguete. 

Como un enajenado, antes de que las autoridades me tomaran preso o que los habitantes me lincharan, porque tuve que atropellar a dos locos que se arrojaron sobre mi vehículo con ánimos delictivos, hui del pueblo con ánimos de no volver por allí nunca más. En mi cabeza mis pensamientos cruzaron la carretera a cien por hora, y así mismo yo conducía la camioneta del ayuntamiento, porque no se me ocurrió nada mejor que intentar traspasar «a la mala» la frontera y pedir asilo político en el vecino país de Chile. ¡¿Qué diría mi madre de mi fracaso?!, ahora sí que su rostro se arrugaría de la pena y de la desilusión.  

Otra chispa iluminó mi mollera. En el interior de mi sesera hirviente elucubré que esta maldita droga, en el cerebro de estos roedores, por alguna razón que no conocía, fue utilizada por las neuronas para la síntesis excesiva de catecolaminas noradrenérgicas, las cuales produjeron psicosis maníaca en los animales de investigación que recibieron el químico.

Durante toda la noche manejé en un estado de lamentación y tribulación, alejándome de esta bendita villa que sepultó mi carrera como investigador. Ya estaba cerca de la frontera, nadie me seguía, para ello había dado vueltas en derredor con ánimo de despistar, por si alguien del régimen me quería dar caza. El alba llegó. Me detuve frente a un riachuelo en medio de la escarchada pampa. Mi único testigo era el congelado firmamento y mi libretita de apuntes, porque cosa de locos, me di el tiempo para anotar en mi diario todo lo que había sucedido. Tal vez, quería estampar para la posteridad mi investigación fallida, para que el siguiente que recorriese mis pasos no se equivocase como lo hice yo. A lo mejor, por última vez le hacía caso a mi madre, la que me regaló, cuando creyó que tomaría la especialidad de estética, un hermoso cuadernillo de notas, con hojas de tinte mate, con tapa dura de brillante color rojo merlot y portada engalanada con una figura que recordaba a un bisturí.

Un instante después, me baje del vehículo, estaba muy cansado, mis glúteos aplastados y mis piernas acalambradas. Me incliné y me mojé la cara en el gélido arroyo. Entonces vi mi rostro reflejado en las cristalinas aguas. ¡Por fin comprendí!

Los habitantes del pueblo sufrían de melancolía, por eso sus vidas les eran tan pesadas como los bultos que le colocan los arrieros a sus mulas. A estos infelices se les olvidó transportar en su viaje sus primeras ilusiones. Más tarde, una psicosis maníaca y una agresividad patológica invadió a estos pobladores, una de origen farmacológica producida por quien toma registro de todo esto en su cuaderno de apuntes. 

Como un relámpago un recuerdo inundó mi mente. Mi padre me regaló en edad escolar un juego de química. Los tubos eran de reluciente vidrio, los reactivos danzaban entre variopintos colores, uno era ambarino, el otro opalescente, el de más allá bermellón. ¡Nunca supe qué químico era el de color cobalto! Mi padre me apoyó en mis desvaríos y hasta los estimuló, por eso mi madre le hizo, y le hace, la vida imposible.

El único habitante de este villorrio que siguió su pasión fui yo. Solo quien escribe tuvo un ánimo dichoso y fue feliz, entremedio de todos estos marchitos pobladores… ¡Nunca dejé morir al niño de mi infancia!

Y este malogrado científico de Juan Alberto, le sonrió a su imagen en el agua. Luego, una risita como un murmullo escapó de su garganta. Más tarde, se transformó en una enajenada risotada que se escabulló por su gaznate, más allá de sí mismo y de este mundo, invadiendo con su alocado sonido la pampa circundante…

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