En este cuento, el escritor Bernabé De Vincensi narra una historia sobre política, desasosiego y cariño que podría suceder hoy, ayer o alguna vez…
PÁRRAFO PRIMERO; PÁRRAFO SÉPTIMO, etcétera.
-párrafo primero-
Yo estaba parado en el filo de la galería, a pocos metros del lugar cuando un atardecer, antes de confesarnos te amo, me aseguraste: Tenías cara de querer irte, y yo te invitaba. Me lo aseguraste después de meses de convivencia y de mis huidas repentinas: yo en mi casa, horas más tarde, extrañándote y a la espera de un mensaje tuyo que dijera “¿Cómo estás?”. Estaba en el filo de la galería sostenido con una mano en el palo de metal que aguanta el peso del tirante, el machimbre y las chapas, y que a veces usamos, la galería, para preguntarnos: ¿cuántas estrellas habrá en el cielo? Y riendo vos decís: Cincuenta. Sin-cuenta.
-párrafo segundo-
Te veía caminar a mí mientras soltaste la manguera en el cantero del jazmín. Yo iba y venía por dentro, movido sismícamente: de bien a mal, apesadumbrado, y de mal a bien, con un poco de esperanza. El ánimo ciclotímico. Porque detrás nuestro la inflación, en menos de una semana, había alcanzado un 50%; entonces yo me sentía una laucha atrapada en un tambor. Un gato fuera de hábitat, como nuestro querido Walser que dos perros, nunca supimos los dueños, le quitaron la vida de un paro cardíaco. No sabía para dónde disparar. Era un cohete atrapado en una botella. ¿Tenía que disparar?, me pregunto ahora. ¿O sentarme una silla y contar hasta diez? ¿Una, dos veces, las veces que fueran necesarias? Vos, entonces, venías a mí con un vestido que se arremolinaba al ritmo del viento de la tormenta verano. Miré tus ojos para darle dirección, quietud, templanza a mi inestabilidad. Decirme: No estás solo. Y el impulso Que se vaya todo a la mierda me arrastraba a agarrar la moto, poner cuarta, e irme al monte de eucaliptos: ese lugar venido abajo, con un rancho asentado en barro, que le da oxígeno a mi cabeza y me permite despejar dudas. Me dejo morir, pensé enseguida. Ya está.
-párrafo tercero-
¿Quién resiste cuatro años, no de neoliberalismo, de un anarcocapitalismo al mando un psiquiátrico de los peligrosos, que imponen un maniqueísmo lejos, lejos de la realidad? Quería dejarme morir como veces anteriores: aislado, destapando tres cervezas de litro por noche. Sin embargo, tus ojos irradiaron algo –no sé qué, tampoco importa– que tal vez, pude yo fantasear como Acá estoy, Yo sí te amo, Me tenés a mí pero que era real, palpable como cualquier objeto de una casa, y se traslucían en tus pupilas. Tus ojos, podía sentirlo, me decían: A pesar del 50% de inflación, voy a seguir, con el jardín, con lo poco que tengo, que tenemos. Entonces caminé hacia vos. Te miré y te di un abrazo, con ganas de llorar. Porque mi cabeza estaba igual de disparada que la inflación. 50, 70, 80%. O más. No puedo dejarme morir, pensé cuando sentí tu cuerpo. ¿Y vos?, pensé, y las lágrimas me caían para adentro. ¿Por qué pienso en mí nada más? Si yo me dejaba morir significaba además un ida y vuelta de separarnos, en medio de precios altísimos, represión y vaciamiento estatal, y después de la separación el desamor, la crisis emocional, existencial y volver a recuperarse, volver a la soledad. Masticar el duelo: un arma de doble filo que a veces el impulso de Quiero estar solo, No quiero ver a nadie no mide. Tus ojos perdiéndose en alguna nube. Eso veía yo. Que pensaban Cómo salir de esta. Hicieron que regresara a la vida: a ese hilito que, cada semana, cada mes se corta fácil. A mí, al menos, que se me corta fácil cuando el mundo bulle como leche y me ahogo en un vaso de agua: un vaso con un océano implacable adentro. Miré la casa con la galería, los sillones de estar, el piso de pinotea, el jardín creciendo de a poco. Entonces me dije, Yo también. Yo también puedo. Puedo probar seguir en pie. Por ella, por mí. No a modo de consuelo. A modo de resistencia, de Si morís en esta, ¿qué será después?, y de cuidar tu fragilidad y, después, la mía y la de mis seres queridos, los que te preguntan ¿Cómo estás?.
-párrafo cuarto-
Porque un rapto de desasosiego con la inflación a un 50% podría haber tirado por la borda los años que nos conocemos, antes de confesarnos Te amo, ¿Vos me amás?, Nos tenemos el uno al otro. Tirar por la borda la admiración de verte gestionar la coordinación de una escuela de adultos. No, me dije, entonces, aunque haya nacido con el brazo torcido, no lo voy a torcer más. Sentí ganas de llorar, y lloraba, pero para adentro. Ir a la guardia del Hospital, pensé. Acompañame, te iba decir. Hola, doctor, le iba a decir al doctor. No tengo nada, necesito evadirme de la realidad, ¿puede hacerme un electroshock, una cura de sueño? Qué fácil, entonces, caer en manos de médicos, psicólogos o psiquiatras, en dosis de ansiolíticos y antidepresivos. A veces uno busca auxilio en lugares y personas equivocados: porque entrás, por ejemplo al chaleco químico, y después no podés escapar, y aunque puedas prescindir del chaleco químico tu cabeza amenaza Quiero dos miligramos de Clonazepam. Ahora quiero tres. Verte a vos con el piso averiado como el mío, sin embargo, hizo que no desista y cayera en recetas o sueros. Porque las víctimas, después de todo, no éramos vos ni yo aunque éramos también vos y yo. Éramos 45 millones de argentinos cayendo al subsuelo de la pobreza, de la indigencia, de la desocupación, de las comidas salteadas. Me acuerdo que el día de la elecciones, dos semanas antes del 50% de inflación, fuimos a una plaza, después de que 7 de cada de 10 de de los 40 mil votarán la ultraderecha. No puedo ver a nadie, te dije, en shock. Vos y yo estábamos ocultos entre bolsos, mantas y el equipo de mate, comiendo galletitas de cereal que ya no compramos. Incrédulos, noqueados, abstraídos. Todas las personas me parecen iguales. ¿Iguales a qué?, dijiste vos. A que votaron a este tipo, te respondí. A mí también, acompañaste mi repuesta. Sentí un nudo en la garganta al ver personas en plazas y parques con cara risueñas, contentas, felices, de “AHORA SÍ SE VIENE EL CAMBIO”, y nuestras cabezas, adentro, las neuronas, la sinapsis, parecían estrelladas por el golpe de un mazazo. Con la resaca de un hierro a fuego vivo golpeado por un herrero fornido. ¿Qué “cambio”? ¿Ya no nos habían hablado del “cambio” antes? Pero la cara de las personas expresaba “AHORA SÍ SE VIENE EL CAMBIO”. ¿No se daban cuenta que las habían subestimado? ¿No se daban cuenta como dijo un escritor inglés que para dominar a un pueblo es necesario hacerse pasar por tonto?
-párrafo quinto-
Cada neurona funcionando mal, averiadas por la decepción. A la semana, me aislé. Corté casi todas las pocas actividades que hacía para no cruzarme con esos 7 de cada 10 que había votado a la ultraderecha. Entonces fue un ir y venir de huracanes anímicos: un día bien, otro mal, y así. O peor: horas bien, horas mal. De a poco mi mente cobró algo de lucidez, aceptó la tranquilidad del agua de estanque. Acepté: un día bien, otro mal, unas horas bien, otras horas mal. ¿Qué podía hacer, al fin y al cabo? ¿Vivir como en una licuadora? Retomé sesión con mi antigua psicoanalista. La anterior me había puesto en la paradoja: ¿Cambiar un amo por otro? Eso busca la gente; y yo no estaba para paradojas, ni sermones ni lecciones, ni ningún tipo de salida individual. Lo cual ella y yo además sabíamos que los amos eran bien distintos, ¿o es lo mismo que salga campeón Boca, o River? No. Se lo comenté a mi antigua psicoanalista. Le dije: No me interesan las sesiones de café. Ni que me expliquen qué es mejor o peor en política. Además de cambiar un amo por otro descubrí gracias a ella que yo era kantiano. Me costó aceptarlo porque –¿cómo que yo era kantiano?–; en cierto modo, mi anterior psicoanalista, intentaba decirme que yo me regía por una moral suprema. Eso entendí: que mi cabeza jugaba a ordenar el mundo en categorías deterministas. La vez que me dije “no voy más” te dije a vos: ¿Al final a que va uno a terapia? ¿A discutir si el feminismo es burgués o no? ¿O hablar de los ovillos de uno? Me respondiste que te había ocurrido algo parecido con tu psicoanalista. Yo me pregunté, mientras conversábamos, ¿uno tiene que salir lisiado de las sesiones? ¿o con algunas herramientas para tratar impulsos, enojos, la gran bitácora del pasado? De a poco el mundo, para mí, fue un apagón donde yo no tenía leds ni velas para ver los rieles por los que tenía que caminar: literalmente estaba descarrilado. Miraba para adelante y veía un horizonte de hollín, troncos que largaban humo después de una terrible llamarada.
-párrafo sexto-
En medio de esa marea anímica, económica, física, existencial, de la inflación de una semana del 50%, te vi volviendo del patio hacia la galería con un gesto de cara que no dejé escapar. Hubiese querido decirte: Disculpame, no me siento bien. Hubiese querido explicarte: Tengo treinta años y nada pero nada estable. Ni la cabeza. No solo yo no tenía nada estable, además vos y el resto de las personas empezaban a bucear en un mar sin salvavidas ni guardavidas. Los dos caminábamos en un piso apolillado, que flotaba en el aire y nos decía: Tanto soñar para que el odio de la gente los hunda. A ustedes y a ellos y al país en general. Las nubes grisáceas y claroscuras tradujeron mi ánimo. Yo era una nube grisácea y claroscura. Un día al borde de la lluvia, de una lluvia en la que cualquier mancha trae recuerdos y entristece. Tal vez mi cara, en ese momento, fuese el rostro del cuadro El grito. Pero hubo algo de vos en la tarde de la semana de la inflación de un 50%. Un gesto. Una cara igual o más preocupada que la mía. Que hizo que yo me dijera: No te dejes morir como otra veces, como las veces que rebotaba en las paredes de mi casa con apatía y desesperanza, apilando botellas de cerveza plásticas y latas, enojo y bronca porque el enlatado era yo.
-párrafo séptimo-
Hasta que un día, después de caerme como de un parapente, me dije: Basta de esto, te estás dejando morir. Querete un poco; y en seis meses pasé de alcoholismo letal a la sobriedad absoluta; y en la sobriedad absoluta para Navidad o Año Nuevo, después de vernos dos o tres veces, te envié un mensaje: Tengo ganas de verte, ¿querés que vaya?; y me respondiste: Siii. Pedaleé en la bici rápido, cortando camino por calles de tierra, con pozos y sin iluminar. Y vine acá, a tu casa, donde adoptamos tres gatos desde que llegué y otros tres se nos murieron. Donde alguna vez, acá, en tu casa, recibiste whatsapp’s míos cuando yo apilaba en mi casa botellas de cervezas plásticas y latas, en los que te escribía: No puedo más, la paso terriblemente mal, y le echaba leña a la salamandra, con el culo pegado al fuego, para que el alcohol y el frío no terminaran de matarme, y veía tu chat que decía “está escribiendo…” y me tranquilizaba. Y pensaba Hay alguien del otro lado, no estás terriblemente solo.
Bernabé De Vinsenci
Bernabé De Vinsenci es un escritor argentino con base en provincia de Buenos Aires y vende sus libros desde su Instagram. Si querés leer más de su literatura podés comprar sus libros en este enlace.
Bernabé De Vinsenci es escritor y poeta. Nació en Saladillo, Buenos Aires en 1993. Vivió en La Plata y Rosario. Publicó en narrativa “La era de la eyaculación desmedida”, “Velando por los esquizofrénicos”, “Ciégate para siempre” e “Hígado”. En poesía “La trama de los padecientes” entre otras publicaciones.