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Argentina

De la vergüenza a la ideología

Bernabé De Vincensi describe algunas de las formas de la locura que se presentan en la historia, la sociedad, la literatura y la cultura.

Cada vez que me permito hablar de mí o presenciar observaciones de los demás, a menudo recurro a la frase que, como muletilla, cierta ocasión citó un amigo. “Las personas hacen ideologías de sus pequeñas vergüenzas”, parafraseando al autor de Un mundo feliz, y que podría traducirse como “lo personal es político”, la vergüenza es miedo que debe visibilizarse en pos del ocultamiento no ajeno a la intimidación. “Vergüenza” e “ideología”, no obstante, sirven de adjetivos prósperos para echar a luz lo que íntimamente y en diversas formas nos incomoda, reuniéndonos a la reflexión o, a veces, a la incitación de derechos y que explotamos y encauzamos bienintencionadamente en el mundo de las ideas y las luchas. “Comprendí luego de mucho tiempo”, dice Alan Robinson autor de El cuerdismo, “que lo personal puede ser político o un anecdotario para el regodeo”. Muchos arribamos a la “vergüenza”, a poner en la esfera pública y privada nuestro padecimiento, bajo la tachadura, etiqueta de “locos”, de posibles “peligros para la sociedad” en medio de la desacreditación (“¿cómo creerle a alguien que delira, alucina o escucha voces?”) y nos estancamos o preferimos permanecer guarecidos en los preceptos monstruosos que sellaron, dentro y fuera de las instituciones, en el prejuicio social de la locura, a merced de una sociedad cómplice y estigmatizadora sobre nuestros cuerpos y mentes, debido a que es incorrecto que los tabúes, reservados a las terapias y profesionales que no se inscriben en la agenda actual se cristalicen en discursos o en temas de conversación: como la muerte, la locura es un tabú, el depósito de los males, y es preferible y casi “necesario” acallarla para no incitar a la neurosis que, ya de por sí, lidia con sus fantasmas. Robinson propone desde el arte salvar la confusión entre lo privado y lo íntimo. “El proceso de aquello de la esfera íntima su pasaje a la esfera pública”, dice, “son los procesos poéticos”. Es que podemos desde esta perspectiva pensar a la locura como una forma de expresión artística, una performance actuada, escrita o pictórica.

LA LOCURA COMO MALESTAR CON LAS DIVINIDADES

Desde Platón los locos eran “posesos”, e inclusive en la cultura precolombina, asociados a lo “sobrenatural”. En la Antigua Roma y en la Edad Media los locos estaban privados de promesas y de la palabra, además de imponérseles incapacidades jurídicas, como no disponer de bienes, rendir testimonios ante tribunales o realizar contratos. Los Incas creían, por su parte, que una persona había perdido la cordura por enojo de los dioses debido al mal comportamiento social, de modo que “el loco” sufría en nombre de todos, asimismo aparece en un pasaje bíblico, Levítico: “De parte de la comunidad israelita tomará Araón dos chivos como sacrificio por el pecado”. Una de las enfermedades en la cultura Inca, por ejemplo, era la Waca Macasca que en traducción al español semejaría a la “melancolía”. Además de la Taqui Oncuy que refería a la enfermedad del baile o enfermedad cantante asociada al temblor, la caída al suelo y la incapacidad de contener los movimientos, otros actos hoy día que podrían funcionar como performáticos. Los locos eran indemnizados, en consecuencia, de acuerdo al estatus social. Un loco de la nobleza ganaba siete veces más que un pobre, lo que quiere decir que un loco pobre moría pobre.

CAPACITISMO Y EXCLUSIÓN

Las formas sutiles de opresión del cuerdismo bajo el capacitismo hoy en día. “El cuerdismo funciona con el capacitismo y el capacitismo con el cuerdismo”, afirma Robinson. “Quienes no nos adaptamos a las representaciones culturales que exige el cuerdo capacitismo quedamos segregados, porque quedar integrados al sistema es una forma de opresión”, agrega. El capacitismo como control sobre las leyes y normas que declara a una persona incapaz, debilitada e inútil: una persona que dejó de ser rentable a las normas capitalistas y cuerdistas, emocionales y materiales y que aparentemente perdió “autonomía”, de la “invalidez física” a la “invalidez mental”. Al respecto Robison, reflexiona: “La suma de prejuicios que lleva a las personas cuerdas a creer que las locas no podrán hacer determinadas tareas, la invención de la discapacidad como identidad”. El CUD (Certificado Único de Discapacidad) como documento público en el que el loco es un residuo del capacitismo, una pieza que no encastra y que la burocracia de la salud mental avala e invalida al “loco”, por lo tanto, como sujeto civil. El capacitismo se basa en la creencia de las capacidades, unas más valiosas que otras y los portadores de mejores cualidades, en este sentido, son más exitosos y superiores que el resto. Con el capacitismo a futuro corremos el riesgo de que algunos seamos a pasar no-personas, silenciados: es posible que la bioética llegue a considerar a animales como seres humanos y otros seamos anulados como especie. El autor de Actuar como locos, dice; “La sociedad crucifica al loco dando un castigo particular que resulta ejemplificador asociando a la locura con uno de los peores males sociales, que merecen el peor castigo”. De modo que “los locos”, de cultura en cultura, configuraron y configuran los “chivos expiatorios” de la sociedad; en ellos recae lo residual, todos aquellos fantasmas psíquicos del “cuerdismo” que no son más que el “miedo a la locura”. Se promueve un efecto expectativa: cuanto más miedo a enloquecer, mayor patologización social de los locos. Podríamos pensar que los locos, también, son la hipocondría de los cuerdos, aquellos “síntomas psicosomáticos” de una enfermedad mayor, aunque algunos enferman de cáncer y otros de la cabeza. “Esta lógica”, dice Alan Robinson, “representa una forma de actuar que extiende los límites del manicomio del ámbito hospitalario al ámbito cultural, a la sociedad civil y a los grupos familiares”.

CHIVO EXPIATORIO Y LOCURA

La actitud xenofóbica contra los paraguayos con el pretexto de “que nos quitan el trabajo”, para ejemplificar, englobaría un caso típico de chivo expiatorio. ¿Podemos decir que el “chivo expiatorio” es un patrón cultural, un hacedor de locura? Me animo a decir que sí. Un Acompañante Terapéutico al que acudí para revisar ejemplos puntuales de posibles chivos, me cuenta: “Conozco un caso de dos hermanos que habían salido juntos en bicicleta de la casa, escapándose. A uno de los hermanos lo atropelló un auto y murió. El hermano vivo fue culpabilizado por el padre. Le decía cosas como “te hubieses muerto vos en vez de él”, “él era mejor que vos”. Y eso fue generando un deterioro. Charlando con los psicólogos me enteré que el padre siempre fue violento. El hermano vivo dice que la idea de salir en bicicleta fue del que falleció, que él intentó pararlo y no pudo. Sin embargo el padre nunca le creyó. Es el día de hoy que el pibe siente rechazo por el padre. Y eso derivo en “locura”.

Este caso particular evidencia que la expiación de culpas hacía una persona crea condiciones de enloquecimiento. El “chivo expiatorio” representaría el lugar de alojamiento, depósito, en tanto que sirve para postergación y, a su vez, de creación: alguien tiene que responsabilizarse de los males, algunas vez fueron “los indios patas sucias” como dijera Sarmiento, o en las vicisitudes de las guerras mundiales, los inmigrantes. Por otro lado el enfoque biologicista de la locura debe ser desmitificado y puesto como un “constructo social”, así como lo fueron los deseos sexuales e identidad de género, la psiquiatría fue la que se encargó de patologizar, por ejemplo, a la homosexualidad (recién en 1974 se eliminó de la lista del DSM como “trastornos mentales”); a las sociedades, por ende, hay que “alfabetizarlas” en materia de vulnerabilidad (la locura, también es una disidencia en tanto que vulnerabilidad y expresión corporal y artística, a diferencia de que los únicos que tienen voz son una minoría y más de las veces portan un libro bajo el brazo). Insisto en salir del clóset y empezar a entender que dentro de las disidencias, la locura debería de hacerse un lugar, desde la bibliografía académica hasta los que vivimos en los ghettos de la opresión. La opresión cuerdista y narcofármaco, no solo delimita las subjetividades sino que posterga a los que caminan en los márgenes de lo neurotípico, subyugándolos y marginalizándolos, o viéndolos desde la “excentricidad”.

DIAGNÓSTICO MÉTODO DE CENSURA

El diagnóstico no ha sido más que un método de chaleco químico y de censura, un doble diagnóstico (me permito citar aquí a un antipsiquiatra chileno que reflexiona: “Todos los diagnósticos del DSM abundan en palabras inespecíficas como ‘suele’ o ‘frecuentemente’ sin especificar escala): lo que se supone que el paciente “padece”, con sus atributos y peligrosidades, por un lado, y los efectos adversos de los narcofármacos, desde tics hasta babeos y dopación, por el otro. Censura indica “desacreditar la voz”, resignar la enunciación del otro, desde la psiquiatría y la sociedad, y me consta, desde el psicoanálisis que hace énfasis en la palabra como mediadora de “cura” o “nombramiento del dolor”. Recuerdo la vez, luego de años de terapia, en el que le exigí a mi entonces psicoanalista que me dijera el diagnóstico, tras idas y vueltas, en un mar de incertidumbre. En ese entonces yo era una rata de laboratorio hospitalaria. Luego de decírmelo, además de que lloré, me sentí un monstruo, lisa y llanamente. Al cabo de un rato, para monstruorizarme más, me dijo: “Si querés sumame a tu lista de personas no deseadas”. “Lista”, pensé en ese momento, más angustiado desde que había iniciado análisis, un término que no tiene connotaciones positivas, sino más bien tenebrosas y escalofriantes. Me pregunto, después tanto tiempo, más calmo, ¿es posible volver a psicoanalizarse? ¿Es posible sustraerse una palabra que alude a métodos de persecuciones y desapariciones? Desde el psicoanálisis la locura es desacreditada, cuando no descripta con negrura, porque su discurso ancla en lo ilegal, o mejor dicho “fuera de las normas discursivas” “lo rumiante”, es incomprensible, incoherente, verborrágico, atípico (una vez una analista, por ejemplo, me pidió que no hablara en “términos poéticos” porque entorpecía la terapia, la dificultaba), de modo que balbucear, insinuar, bordear, citar, servirse de la literatura, ejemplificar desde la ficción (e inclusive “romantizar la locura”, en ocasiones) “en la parafernalia psicoanalítica”, inclusive llegar a borrar al sujeto en ripios y palabreríos es legal, aunque muchos confiesen cansancio, con frecuencia hartazgo y aburrimiento. La narcoterapia, muchas veces mediada por intervención del psicoanálisis, enmarca bajo etiquetas de “desubjetivación” (anulando las posibilidades subjetivadoras de sesión) o “peligrosidad” y el cuerdismo y la psiquiatría se rigen bajo la deportación de anormalidad, conductuales y anímicas. La locura entonces es el cable a tierra del imaginario y los miedos de los neurotípicos. Es “necesario” que la sociedad “expié” sus culpas de las atrocidades que ella misma genera, de modo que los expiados queden postergados y a merced de lo que Marisa Wagner llamaba “circulo vicioso”: empobrecer y enloquecer, enloquecer y empobrecer.  En una entrevista con Mariane Pécora la autora de Los montes de la loca, dice: “A mí me tocó el manicomio como doble castigo: por loca y por pobre. El mundo no tiene espacio para un loco rehabilitado. Y a la pregunta de Pécora de cómo es estar del otro lado, finaliza: “Y nadie anda ofreciendo trabajo por los hospicios en una sociedad de miles de jóvenes desocupados”. Lo cual el loco quedaría en el subsuelo social, negado a un proyecto de vida, e incapacitado, o como le sucedió a la poeta olavarriense una bitácora de horror a la que a menudos los progresistas frecuentan.

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